martes, 19 de mayo de 2015

¿VIRGEN, VENUS O DEMONIO? por Tatenen



Ésta es una historia antigua, pero que habla sobre cosas que nunca cambian. De cómo una mirada se puede transformar en amor; el amor, en arte; el arte, en política, y la política en historia.
Corría el año 1460, y mis pasos me habían llevado a la bellísima región italiana de la Toscana, con sus suaves colinas llenas de cipreses ajenos a la corriente cultural que manaba de su capital, Florencia; estábamos en pleno Renacimiento.
Mi anfitriona era una joven de 15 años llamada Beatrice, hija de una familia noble venida a menos. La habían prometido con un viejo y acaudalado duque al que Beatrice ni tan siquiera conocía; pero no parecía importarle demasiado. El matrimonio era entonces una cuestión más administrativa que sentimental.
Además, Beatrice estaba encantada desde que yo me convertí en su simbionte: la situación la sacaba del tedio y la rutina doméstica a la que estaban sujetas las mujeres de la época, mientras los hombres disfrutaban de todo el bullicio artístico e intelectual del Quatrocento.
Una fresca mañana de Marzo, paseábamos con nuestra dama de compañía por las calles de Prato (la familia no tenía dinero para costearnos un carruaje), yendo al encuentro de la modista, cuando de pronto una mano firme aferró mi brazo. Bueno, estrictamente hablando, el brazo de Beatrice, ya que yo no tengo extremidades; pero para simplificar la narración a partir de ahora escribiré como si yo, Tatenen, fuera a todos los efectos Beatrice, de la que ahora ya sólo quedarán polvo y huesos.
Como iba diciendo, alguien me agarró del brazo, obligándome a detenerme en seco. Era un monje de mediana edad; por el color del hábito y los nudos de su cinto supe que se trataba de un carmelita. Volví la cabeza hacia mi dama de compañía para decirle que diera unas monedas al fraile, pero entonces él me habló:
-No, señora; no busco limosna, ni la necesito. Si os he interrumpido es porque he visto en vos lo que tanto tiempo he estado buscando. Necesito que poséis para mí. -echó una ojeada a mi vestido, que pese a ser de seda tenía unos cuantos zurcidos y remendones, y añadió:- Os pagaré bien.
Me solté de su zarpa; levanté la cabeza, altiva, y repliqué:
-No soy una cortesana, padre, sino una mujer decente y prometida. No necesito vuestro dinero -mentí- y no mostraré mi cuerpo a otros ojos distintos de los de mi marido.
Para mi sorpresa, el fraile se echó a reír.
-En verdad tenéis carácter, señora, pero no tenéis nada que temer. Necesitaba alguien de rasgos finos para un cuadro de la Virgen que tengo que terminar; vuestra piel blanca, vuestros cabellos dorados y vuestra belleza serena tienen un brillo de santidad que yo puedo hacer imperecedero. -bajó la voz y dijo- ¿Y qué mejor si vos salís ganando con un nuevo guardarropa, que a la par que adornar vuestra figura, contentará los ojos de vuestro futuro marido? No lo dudéis, señora, y venid esta misma tarde. Mi casa es la del gran portalón al fondo de esta calle. No faltéis.
Nos dedicó una ligera inclinación de cabeza y se alejó calle abajo.



-Qué personaje más peculiar -dije.
-¡Señora! -dijo mi dama, Constanza, muy agitada- ¿No sabéis quién es ese hombre? ¡Es Fra Filippo Lippi, el pintor religioso de moda en Florencia! -Constanza se veía con un paje de la ciudad del Arno que la mantenía informada puntualmente de todos los rumores y cuchicheos- Se dice que es protegido de Cosme el Viejo, el patriarca de los Médicis. De monje tan sólo le queda ya el hábito; incluso tiene un hijo, pero se dice que es un buen hombre.
Yo era reacia a mezclarme en las complejidades políticas florentinas, pero en cuanto la familia de Beatricie se enteró del encuentro (gracias a Constanza, por supuesto), insistieron en que me prestara a complacer al fraile. Me advirtieron de que debía mantener mi honor intacto, pues de lo contrario no habría boda con el duque, lo que supondría la ruina total y definitiva de la familia.
Así que esa misma tarde, acudí a mi cita en Prato. Fra Filippo me recibió encantado; me hizo pasar a un cuarto para cambiarme de ropa, donde me puse un elegante vestido azul y un delicado tocado en la cabeza. Después conocí a su hijo, Filippino, por entonces un adorable niño de tres años que correteaba por la casa enredando las pinturas de su padre. Día tras día, posaba pacientemente para el fraile; transcurridas un par de semanas, Fra Filippo me presentó a uno de sus discípulos, un joven orfebre de la edad de Beatrice que empezaba a formarse como pintor.
-Su nombre es Alessandro di Mariano Filipepi, y si no tenéis inconveniente, realizará unos apuntes de vuestro rostro mientras posáis para mi cuadro.
-Por favor, llamadme Sandro. -dijo el joven, inclinándose ante mí.
La sesión no fue como las otras; advertí la abismal diferencia entre la mirada matemática de Fra Filippo, que se esforzaba por captar los matices de la luz y cada detalle de mi rostro, y la de Sandro, mucho más intensa y con el brillo delirante del enamoramiento adolescente.
Sandro me cortejó aun sin esperanzas de ser correspondido, e insistía en que nos viéramos incluso cuando ya Fra Filippo había terminado su obra. Yo no pude ofrecerle más que mi amistad incondicional, no sólo por estar prometida, sino sobre todo porque no le amaba, y además Sandro desconocía que yo era un goa'uld. Él se conformó con ello. Durante muchos años, nos carteábamos, y en ese tiempo yo me casé con el octogenario duque, que falleció a los pocos meses sin haberme tocado siquiera, dejándome en la respetable posición de viuda adinerada y con un título nobiliario.
En nuestras cartas hablábamos no sólo de los progresos pictóricos de Sandro, que eran más que notables (Lorenzo de Médicis, apodado El Magnífico, lo había tomado bajo su protección), sino también de literatura (Petrarca y Dante eran nuestros dos grandes referentes), de arte, de filosofía, de política... En fin, de todos aquellos campos restringidos para la mujer de la época. Tras la muerte de Fra Filippo, Sandro se hizo cargo de su hijo, y comenzó a instruir a Filippino en el manejo de los pinceles de la misma forma que su padre lo había hecho con él.
En 1482, Sandro me contaba cómo le habían destinado a Roma, a participar de una gran obra que tardaría mucho en ser terminada, por lo que estaba un tanto molesto. También me habló de la llegada a Florencia (yo vivía en la villa del duque, aislada, siendo Sandro mi único nexo con la ciudad) de un exaltado monje dominico, llamado Savonarola, que con sus peroratas sobre la penitencia, el pecado y el Juicio Final estaba transformando a la frívola sociedad florentina en un grupo de fanáticos temerosos. Algo me hizo sospechar, y advertí a Sandro para que no cayera en las redes de aquel manipulador; le dije que Savonarola seguramente buscaría el poder a toda costa, y que mantendría a las gentes de Florencia bajo su yugo. Sandro se río de mi desconfianza, y a los pocos años comenzó a seguir las enseñanzas del monje, intentando conciliarlas sin demasiado éxito con sus propias creencias humanistas.
Alarmada por el extraño cambio en el carácter de mi amigo, decidí finalmente acceder a sus deseos, yendo a visitarlo en 1485 a su taller de Florencia. Allí nos reencontramos, 25 años después de aquella tarde en casa de Fra Filippo. El tiempo había sido benévolo con Sandro, y apenas lo había castigado con unas pocas arrugas y una incipiente barriga. Yo por mi parte iba vestida de luto, por mi condición de viuda, pero los años, dada mi naturaleza, no me habían modificado; como mucho, había perdido algo de la redondez infantil del rostro; a lo sumo aparentaba 20 años, y debería haber tenido 40; ni que decir tiene que Sandro se quedó estupefacto. Después de un rato charlando, le pedí que me enseñara su última obra, algo a lo que accedió ligeramente avergonzado. Se trataba de un gran lienzo en el que Sandro había decidido mezclar la temática de los mitos clásicos con algunas pinceladas de cristianismo, siendo el resultado un tanto incierto. Pero la pintura en sí era bellísima, y no pude dejar de admirarla hasta que, boquiabierta, me di cuenta de que el rostro de la figura central ¡era el mío! Sandro confesó que siempre había guardado los dibujos que hizo de mí 25 años atrás, con la esperanza de poder algún día utilizarlos para algún cuadro lo suficientemente digno. Arqueé una ceja al oír esto, ya que mi doble estaba desnuda... Por descontado, Sandro había utilizado a una cortesana para dibujar el cuerpo.
Después decidió que me llevaría a ver a Savonarola, a la iglesia de la Santa Croce, para que yo misma me convenciese de que el monje no era más que un hombre piadoso que quería salvar a su rebaño de las llamas eternas. La iglesia estaba atestada de gente, y en el púlpito un hombrecillo nervioso arengaba a las masas. Entonces, fue cuando lo sentí, ¡una presencia! Miré a mi alrededor aterrorizada, pero no cabía lugar a dudas: la sensación provenía del púlpito, ¡Savonarola era un goa'uld! Agarré a Sandro del brazo y lo arrastré fuera, en el preciso momento en que Savonarola interrumpía su discurso y escrutaba los rostros de la audiencia; al abrir la puerta sentí claramente su incisiva mirada en mi nuca y supe que corría un peligro enorme. Me había descubierto.
Tras intercambiar unas apresuradas palabras con Sandro, regresé a la villa, cogí algunas pertenencias indispensables y una gran suma de dinero y huí de la Toscana; no paré hasta llegar a Estambul. Desde allí escribí a Sandro; le dije que no podía volver a Florencia, que Savonarola era mucho más peligroso de lo que él se podía imaginar y que el dominico no pararía al hacerse con el control de Florencia, sino que seguiría hasta dominar a todos los pueblos de la Tierra. Sandro me respondió un tanto asustado por mi conducta, pero me aseguró que mantendría los ojos bien abiertos.
Después del desastroso mandato de Piero Francesco de Médicis, la ilustre familia fue expulsada de Florencia... Y en 1494 Savonarola pasó a presidir el gobierno de la ciudad. Las cartas de Sandro eran cada vez más alarmadas; Savonarola pretendía imponer un gobierno teocrático y de terror, en el que vestir sin decoro era castigado con la tortura. El pintor se lamentaba de cómo la ciudad más vanguardista del momento había llegado a esa situación de supresión de libertades. Decía también que había tenido que tomar medidas de precaución para escribirme, ya que Savonarola lo acosaba con preguntas sobre mí, asegurándole a Sandro que yo era un demonio y había que acabar conmigo. En 1497 las cartas de Sandro hablaban sobre la quema de libros que Savonarola había organizado en Florencia; la gente comenzaba a considerar excesivamente represor el gobierno del dominico, pero a quien hablaba abiertamente le cortaban la cabeza; Florencia vivía con un miedo constante.
Escribí a Sandro, y le hice intentar ver cómo todo lo que yo le había vaticinado se estaba cumpliendo. Había que parar a Savonarola, y Sandro tenía una posición lo suficientemente elevada como para poder influir en ello. Le pedí que buscara el apoyo de los otros artistas, que si era necesario acudieran a la autoridad papal. También le dije que, si ejecutaban a Savonarola, se aseguraran de destruir sus restos completamente. Le pedí que no me preguntara el motivo, pero que me hiciera caso si era sensato.
No queda mucho más que decir; Savonarola murió en la hoguera en 1498, y sus cenizas fueron dispersadas en el río. Nunca supe su verdadero nombre. Un año antes decidí cambiar de anfitrión, para conceder a Beatrice la libertad de ir junto a Sandro si lo deseaba… cosa que nunca sabré si finalmente hizo. Conseguí pasar desapercibida para la Historia, no así mi querido Sandro, más conocido por el sobrenombre de Boticelli. 

Nota: Los dos cuadros mencionados son "Virgen con Niño y dos ángeles" de Fra Filippo, y "Nacimiento de Venus" de Boticelli.

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